En su novena catequesis sobre los vicios y las virtudes de la audiencia general, el Papa Francisco se detuvo en la envidia y la vanagloria. La primera, que no soporta la felicidad de los demás, tiene también en su base una falsa idea de Dios, cuya lógica es el amor. La segunda, propia de quien posee un yo engorroso, instrumentaliza a los demás tratando siempre de prevalecer. Los remedios son el amor gratuito y reconocer que Dios está presente en la propia debilidad

Tiziana Campisi – Ciudad del Vaticano

Aún un poco resfriado y con la voz algo cansada, durante la audiencia general celebrada en el Aula Pablo VI el Santo Padre encomendó la lectura de su novena catequesis sobre los vicios y las virtudes a monseñor Filippo Ciampanelli, oficial de la Secretaría de Estado.

En el texto preparado, el Papa se detuvo sobre la envidia y la vanagloria, dos vicios propios de quien «aspira ser el centro del mundo», quiere «aprovechar todo y todos» y ser «objeto de toda alabanza y de todo amor», que pueden combatirse con las enseñanzas de San Pablo.

La envidia, uno de los «vicios más antiguos», explicó Francisco, se describe también en las primeras páginas de la Sagrada Escritura, que nos presenta «el odio de Caín contra su hermano Abel», cuyos sacrificios «son agradables a Dios». Caín se apesadumbra por ello y al no poder «soportar la felicidad de su hermano», llega a matarlo.

“El rostro de la persona envidiosa es siempre triste. Su mirada está abatida, parece sondear continuamente el suelo, pero en realidad no ve nada, porque su mente está envuelta en pensamientos llenos de malicia. La envidia, si no se controla, conduce al odio del otro”

Las «matemáticas» de Dios

En la base de la envidia «hay una relación de odio y amor», aclaró el Papa. Se desea de hecho el mal del otro, pero en realidad «se desea ser como él» y «su buena fortuna nos parece una injusticia». Y también hay «una falsa idea de Dios», porque «no se acepta que Dios tenga sus propias ‘matemáticas’, distintas de las nuestras». Es lo que se desprende de la parábola, contada por Jesús, de los obreros contratados por el dueño de una viña a distintas horas del día.

Los que fueron contratados primero «creen tener derecho a un salario más alto que los que llegaron los últimos, pero el amo da a todos la misma paga» y a los que protestan les responde: «¿No puedo hacer con mis cosas lo que quiero? ¿O tienen envidia porque soy bueno?».

“Nos gustaría imponer a Dios nuestra lógica egoísta, pero la lógica de Dios es el amor. Los bienes que nos da son para compartirlos. Por eso San Pablo exhorta a los cristianos: «Ámense fraternalmente los unos a los otros, compitan en estimarse recíprocamente». ¡Este es el remedio contra la envidia!”

El yo enorme de los que se vanaglorian

En cuanto a la vanagloria, «una autoestima inflada e infundada», es característica de quien «posee un yo inflado» y no se fija en los demás, prosiguió el Pontífice, los instrumentaliza, tiende a agobiarlos y mendiga siempre atención, porque quiere presumir de sus hazañas y éxitos ante todos y «se enfada ferozmente» cuando «no se reconocen sus cualidades».

La gracia de Dios en la debilidad del hombre

Un ejemplo es aquel monje descrito por Evagrio Póntico «que, después de sus primeros éxitos en la vida espiritual, ya siente que ha llegado, y por eso se precipita al mundo para recibir sus alabanzas», sin darse cuenta, sin embargo, de que sólo está al principio del camino que le mostrará nuevas tentaciones.

Así, «las alabanzas que el presumido esperaba cosechar en el mundo pronto se volverán contra él», señaló el Papa, considerando que tantas «personas, engañadas por una falsa imagen de sí mismas, han caído luego en pecados» de los que más tarde se avergonzarían.

“La instrucción más hermosa para superar la vanagloria se encuentra en el testimonio de San Pablo. El Apóstol se enfrentó siempre a un defecto que nunca pudo superar. Tres veces pidió al Señor que lo librara de aquel tormento, pero finalmente Jesús le respondió: ‘Te basta con mi gracia; porque la fuerza se manifiesta plenamente en la debilidad’”

Desde aquel día, Pablo fue liberado. Y su conclusión debería ser también la nuestra: «De buena gana me vanagloriaré, pues, de mis debilidades, para que habite en mí la fuerza de Cristo».

 

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