PAPA FRANCISCO
Me complace utilizar estas palabras para introducir este texto que el periódico Il Piccolo y la Libreria Editrice Vaticana ofrecen a sus lectores coincidiendo con mi visita a Trieste con motivo de las Semanas sociales.
Mi presencia en Trieste, ciudad con un fuerte sabor centroeuropeo por su convivencia de diferentes culturas, religiones y etnias, coincide con el evento que la Conferencia Episcopal Italiana organiza en esta ciudad, las Semanas Sociales de los Católicos en Italia, dedicadas este año al tema «En el corazón de la democracia. Participar entre la historia y el futuro».
Democracia, como bien sabemos, es un término que se originó en la antigua Grecia para indicar el poder ejercido por el pueblo a través de sus representantes. Una forma de gobierno que, si bien se ha extendido globalmente en las últimas décadas, parece estar sufriendo las consecuencias de una peligrosa enfermedad, la del «escepticismo democrático».
La dificultad de las democracias para asumir las complejidades del tiempo presente – pensemos en los problemas ligados a la falta de trabajo o al poder abrumador del paradigma tecnocrático – parece ceder a veces al encanto del populismo. La democracia tiene inherente un gran e indudable valor: el de estar «juntos», el de que el ejercicio del gobierno tenga lugar en el contexto de una comunidad que se confronta libre y secularmente en el arte del bien común, que no es sino un nombre diferente de lo que llamamos política.
“Juntos» es sinónimo de «participación». Ya el padre Lorenzo Milani y sus muchachos lo subrayaban en la magistral Carta a una profesora: «He aprendido que el problema de los demás es el mismo que el mío. Salir de él juntos es la política, salir de él solos es la avaricia”. Sí, los problemas a los que nos enfrentamos son de todos y afectan a todos.
La vía democrática es discutirlos juntos y saber que sólo juntos esos problemas pueden encontrar una solución. Porque en una comunidad como la humana, uno no se salva a sí mismo. Tampoco se aplica el axioma de mors tua vita mea. Al contrario. Incluso la microbiología nos sugiere que lo humano está estructuralmente abierto a la dimensión de la alteridad y al encuentro con un «tú» que está frente a nosotros.
El propio Giuseppe Toniolo, inspirador y fundador de las Semanas Sociales, era un economista que había comprendido muy bien los límites del homo oeconomicus, es decir, de esa visión antropológica basada en el «utilitarismo materialista», como él la llamaba, que atomiza a la persona, amputándole la dimensión relacional.
Aquí me gustaría decir esto, pensando hoy en lo que significa el «corazón» de la democracia: juntos es mejor porque solos es peor. Juntos es bueno porque solos es triste. Juntos significa que uno más uno no son dos, sino tres, porque la participación y la cooperación crean lo que los economistas llaman valor añadido, es decir, ese sentido positivo y casi concreto de la solidaridad que surge de compartir y plantear, por ejemplo en el ámbito público, cuestiones sobre las que existe convergencia.
Después de todo, es en la palabra «participar» donde encontramos el verdadero significado de lo que es la democracia, de lo que significa ir al corazón de un sistema democrático. En un régimen estatista o de dirección, nadie participa, todos observan, pasivos.
La democracia, en cambio, exige la participación, la exigencia de poner el propio esfuerzo, de arriesgarse a la confrontación, de aportar los propios ideales, las propias razones. Arriesgar. Pero el riesgo es la tierra fértil en la que germina la libertad. Mientras que balconear, quedarse en la ventana ante lo que ocurre a nuestro alrededor, no sólo no es éticamente aceptable, sino que, egoístamente, tampoco es sabio ni conveniente.
Son tantas las cuestiones sociales sobre las que, democráticamente, estamos llamados a interactuar: pensemos en una acogida inteligente y creativa, que coopera e integra, a las personas migrantes, fenómeno que Trieste conoce bien por estar cerca de la llamada ruta de los Balcanes; pensemos en el invierno demográfico, que ahora afecta a toda Italia, y a algunas regiones en particular; pensemos en la elección de auténticas políticas para la paz, que antepongan el arte de la negociación y no la opción del rearme.
En síntesis, ese preocuparse por los demás que Jesús nos señala continuamente en el Evangelio como la auténtica actitud en el ser personas.
Que de Trieste, ciudad que se asoma al Mar Mediterráneo, crisol de culturas, religiones y pueblos diferentes, metáfora de esa fraternidad humana a la que aspiramos en estos tiempos ensombrecidos por la guerra, brote un compromiso más convencido en favor de una vida democrática plenamente participativa y orientada al verdadero bien común.