En su catequesis de hoy, el Papa Francisco ha iniciado un nuevo ciclo de catequesis sobre el tema de la oración. La oración es el aliento de la fe, es su expresión más adecuada. Como un grito que sale del corazón de los que creen y se confían a Dios.
 

Patricia Ynestroza-Ciudad del Vaticano

El Papa ha iniciado un nuev ciclo de catequesis dedicado a la oración. Y ha iniciado esta serie con el personaje del Evangelio de hoy, Bartimeo.

“El grito de Bartimeo, porque quizás en una figura como la suya todo está ya escrito. Bartimeo es un hombre perseverante. Alrededor de él había gente que decía que implorar  era inútil, que era un grito sin respuesta, que era ruido que molestaba y basta: pero él no se quedó en silencio. Y al final consiguió lo que quería”.

La fe es un grito. La no fe es sofocar ese grito

Jesús le dice: «Vete, tu fe te ha salvado» (v. 52), nos dijo hoy el Papa, Jesús reconoce a ese pobre, indefenso y despreciado hombre todo el poder de su fe, que atrae la misericordia y el poder de Dios. La fe, nos señala el Pontífice,  es tener las dos manos levantadas, una voz que grita para implorar el regalo de la salvación. El Catecismo afirma que «la humildad es el base de la oración» (Catecismo de la Iglesia Católica, 2559). La oración viene de la tierra, del humus -del que deriva «humilde», «humildad»-; viene de nuestro estado de precariedad, de nuestra constante sed de Dios (cf. ibid., 2560-2561). 

«La fe es un grito; la no fe es sofocar ese grito, una especie de «omertà». La fe es la protesta contra una condición dolorosa de la cual no entendemos la razón; la no fe es simplemente sufrir una situación a la cual nos hemos adaptado. La fe es la esperanza de ser salvado; la no fe es acostumbrarse al mal que nos oprime».

Bartimeo: Jesús ten piedad de mí

Hablando de este personaje, el Papa recordó que era ciego y estaba sentado a mendigar a un lado de la calle en las afueras de su ciudad, Jericó. No es un personaje anónimo, señaló el Papa, tiene un rostro, un nombre: Bartimeo, es decir, «hijo de Timeo». Un día escuchó que Jesús pasaría por esa calle donde él estaba siempre. Y desde entonces, Bartimeo estaba pendiente, haría todo lo posible para encontrar a Jesús. Más fuerte que cualquier argumento en contra, hay una voz en el corazón del hombre que invoca, dijo el Papa, una voz que sale espontáneamente, sin que nadie la ordene, una voz que cuestiona el sentido de nuestro camino aquí abajo, especialmente cuando nos encontramos en la oscuridad: «¡Jesús, ten piedad de mí! ¡Jesús, ten piedad de todos nosotros!».

No rezamos sólo los cristianos, sinoq ue compartimos el grito de la oración con todos los hombres y mujeres. Pero el horizonte todavía puede ser ampliado, dijo Francisco, Pablo dice que toda la creación «gime y sufre los dolores del parto» (Rom 8:22). Los artistas se hacen a menudo intérpretes de este grito silencioso, que presiona en toda criatura y emerge sobre todo en el corazón del hombre, porque el hombre es un «mendigo de Dios» (cf. CIC, 2559). Y este hombre, señaló, entra en los Evangelios como una voz que grita a todo pulmón. No nos ve; no sabe si Jesús está cerca o lejos, pero lo siente por la multitud, está completamente solo, y a nadie le importa. Y apenas lo ve, Bartimeo grita, utiliza la única arma que tiene: su voz:  «¡Hijo de David, Jesús, ten piedad de mí!» (v. 47).

Los gritos de Bartimeo dan fastidio a los presentes que le regañan, le dicen que se calle. «Pero Bartimeo no se calla, al contrario, gritó aún más fuerte: «¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí!» (v. 47). (v. 47). Esa expresión: «Hijo de David», es muy importante, significa «el Mesías», es una profesión de fe que sale de la boca de ese hombre despreciado por todos», afirmó Francisco.

Y Jesús escucha su grito. esa plegaria del ciego, toca el corazón de Jesús, toca el corazón de Dios, y las puertas de la salvación se abren para él. Jesús lo hace llamar, dijo en su catequesis el Papa, Bartimeo «se puso de pie de un salto y los que antes le dijeron que se callara ahora lo conducen al Maestro. Jesús le habla, le pide que exprese su deseo – esto es importante – y entonces el grito se convierte en demanda: «¡Déjame ver de nuevo!». (v. 51)».

Jesús le dice: «Vete, tu fe te ha salvado» (v. 52). Reconoce a ese pobre, indefenso y despreciado hombre todo el poder de su fe, que atrae la misericordia y el poder de Dios. La fe es tener las dos manos levantadas, una voz que grita para implorar el regalo de la salvación. El Catecismo afirma que «la humildad es el base de la oración» (Catecismo de la Iglesia Católica, 2559). La oración viene de la tierra, del humus -del que deriva «humilde», «humildad»-; viene de nuestro estado de precariedad, de nuestra constante sed de Dios (cf. ibid., 2560-2561).

La fe es un grito; la no fe es sofocar ese grito, una especie de «omertà». La fe es la protesta contra una condición dolorosa de la cual no entendemos la razón; la no fe es simplemente sufrir una situación a la cual nos hemos adaptado. La fe es la esperanza de ser salvado; la no fe es acostumbrarse al mal que nos oprime.

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